La iglesia fue pequeña en su nacimiento, y surgió de los escombros de un gran chasco. Desde su comienzo hubo quienes veían, y aun deseaban, su fracaso. Todavía los hay actualmente. Pero también hubo quienes creyeron en su triunfo y trabajaron para lograrlo. Confiados en la dirección divina, hombres y mujeres invirtieron todo lo que tenían en esta causa: tiempo, bienes y hasta la vida misma. Si en algún momento la nave adventista pareció vacilar en el mar de la incertidumbre que asolaba al mundo, por otro lado alentaba en todos la certeza de que una Mano poderosa estaba al timón, conduciéndola con su rumbo seguro.